Eso de “llegar hasta las últimas consecuencias” en nuestro afán por vengarnos, además de ser dañino, termina por envenenarnos el alma. Actuar con rabia produce más daño que la misma ofensa que nos hagan. Las famosas retaliaciones, que suelen brotar en nuestros heridos espíritus, nos llenan de más rencores.
Si a eso le sumamos que somos poseedores de un instinto de agresión por naturaleza, tenemos la pócima perfecta para hundirnos más en la desesperanza y en el desasosiego.
Todos hemos sentido alguna vez el deseo de desquitarnos de alguien que nos ha lastimado. Una crítica destructiva, una calumnia, una infidelidad, una infamia, un robo o una estafa hacen parte de las situaciones que nos despiertan la sed de venganza.
Cada vez que veo que alguien se desquita por algo me pregunto dónde quedan los valores, esos que nos instan al perdón y a dejar en manos de Dios el premio o el castigo de los actos humanos.
Lo que más me preocupa de los ataques de venganza es que, más allá de saldar cuentas, lo que se busca es que las cosas vuelvan a suceder. Por esa necesidad de ver sufrir al que nos maltrató, además de igualarnos en su acto salvaje, terminamos multiplicando la agresión.
El perdón…
Me aterra ver a gente tratando de linchar a alguien. Eso de cobrar justicia ‘a juro’ deja abierta las puertas a otras conductas violentas. Las reprimendas que se ejercen sobre quien nos lastima, si bien tienen implícita una especie de reparación por el daño, son perjudiciales.
Aunque creamos que la venganza supone una compensación por el agravio recibido, en el fondo solo nos hiere más. Aunque el asalto a nuestra buena fe nos da coraje, no tenemos por qué proceder tal y como lo hacen los agresores. No en vano la venganza es considerada como un acto ruin que no colabora con el bien común y, por ende, debe ser reprochada.
Tampoco soy de los que cree que haya que ‘poner la otra mejilla’ ni dejar que violen nuestros derechos. No obstante, sí recurro a la clemencia y a la indulgencia.
¿Acaso no hay espacio para la misericordia y el perdón?
Debemos confiar tanto en la justicia divina como en las leyes terrenales y, por ende, hay que desterrar los hechos de agresión que promuevan más odios.
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Lo anterior no se traduce en permitir que las atrocidades queden impunes, ¡ni más faltaba! La justicia se canaliza a través de leyes que intentan ser objetivas y que, al menos, garantizan la convivencia pacífica. Por otro lado, siempre he creído que para desarmar a nuestros enemigos no hay que dispararles ni una sola bala, ni mucho menos responderles con altanerías.
La invitación es a romper con ese círculo de violencia en el que estamos inmersos, ya sea en nuestros hogares, en nuestras oficinas, en las redes sociales y, en general, en la vida misma…..
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